En el año 1973, la prestigiosa revista Science publicaba un estudio que ponía en tela de juicio la validez del diagnóstico psiquiátrico. Se trataba del artículo “Estar cuerdo en lugares dementes”, que recogía el experimento que el psicólogo David Rosenham había realizado entre 1968 y 1972 en una docena de centros psiquiátricos de cinco estados de Estados Unidos.
Primera fase: los infiltrados
En la primera etapa del ensayo, una docena de personas totalmente cuerdas y sin antecedentes de enfermedad mental fingieron padecer alucinaciones acústicas, es decir, aseguraban que escuchaban voces inexistentes, para ingresar en psiquiátricos de todo el país y de todas las clases (viejos, modernos, rurales, urbanos, públicos, privados…).
Sobra decir que los hospitales desconocían que estaban siendo objeto de estudio y que los voluntarios en el experimento alteraron sus nombres y, en algunos casos, sus profesiones, manteniendo el resto de su vida fiel a la realidad.
Locura o cordura
Todos fueron diagnosticados como dementes, a pesar de no estarlo, y obtuvieron sus respectivas plazas en los centros. A continuación, los pseudo-locos dejaron de simular esas alucinaciones y empezaron a comportarse con normalidad, indicándoselo al personal psiquiátrico.
Nadie les creyó. Bueno, para ser más exactos, numerosos enfermos mentales de los centros sí que percibieron la cordura de los impostores y comentaban que los pacientes falsos estaban infiltrados y que eran periodistas o investigadores, ya que los voluntarios de Rosenhan iban con una libreta y apuntaban notas en ella durante su internamiento. Esta práctica, sin embargo, era considerada patológica para los enfermeros y cuidadores. Curioso, ¿no?
Es más, en ningún caso los voluntarios del experimento recibieron el alta y, de hecho, para salir de los hospitales tuvieron que firmar un reconocimiento de su enfermedad mental y comprometerse a medicarse con antipsicóticos. Algunos de los participantes estuvieron dos meses recluidos, a pesar de su “mejora”, aunque la media fue de unas tres semanas.
“Les dije a mis amigos, a mi familia: ‘Saldré de allí cuando tenga que salir, eso es todo. Estaré allí un par de días y luego saldré’. ¡Nadie tenía ni idea de que pasaría dos meses allí! El único modo de salir era aceptar que tenían razón. ‘Dicen que estoy loco, pues lo estoy, pero estoy mejorando’. Era una afirmación de la imagen que ellos tenían de mí”, comentó el propio Rosenhan sobre su proyecto.
Segunda fase: la prueba, a prueba.
Pero el escarmiento no quedó ahí. Un hospital universitario del país, incrédulo ante la mala praxis de sus compañeros, pidió a Rosenham que enviara pacientes sanos de incógnito para descubrirlos.
Hospitales psiquiátricos
Cuál fue la sorpresa cuando la dirección de este centro aseguró que había detectado a 41 pseudopacientes, 19 de ellos con la sospecha de al menos dos trabajadores, entre las casi 200 personas que atendió el centro en los tres meses siguientes.
El chasco es que Rosenham no había mandado a nadie al hospital. ¡Ups! ¿La sugestión no les permitió hacer bien su trabajo? Eso parece. Locos que no lo están y cuerdos que no existen.
Las consecuencias
Este comportamiento, para Rosenham, puso de manifiesto que la enfermedad mental no se concibe en la psiquiatría como una enfermedad curable, sino un estigma que persigue a los pacientes durante el resto de su vida.
El psicólogo también criticó el trato deshumanizado ofrecido a los pacientes, con unos pocos minutos de atención diaria, y la falta de escepticismo mostrada por el personal.
Obviamente, sus conclusiones fueron como una bomba en el mundo de la Psiquiatría y, superada la polémica, el experimento Rosenham permitió el cambio de los manuales de diagnóstico psiquiátrico y la relación médico-paciente, impulsando el movimiento de la llamada antipsiquiatría y la desinstitucionalización del tratamiento de los enfermos mentales.
Primera fase: los infiltrados
En la primera etapa del ensayo, una docena de personas totalmente cuerdas y sin antecedentes de enfermedad mental fingieron padecer alucinaciones acústicas, es decir, aseguraban que escuchaban voces inexistentes, para ingresar en psiquiátricos de todo el país y de todas las clases (viejos, modernos, rurales, urbanos, públicos, privados…).
Sobra decir que los hospitales desconocían que estaban siendo objeto de estudio y que los voluntarios en el experimento alteraron sus nombres y, en algunos casos, sus profesiones, manteniendo el resto de su vida fiel a la realidad.
Locura o cordura
Todos fueron diagnosticados como dementes, a pesar de no estarlo, y obtuvieron sus respectivas plazas en los centros. A continuación, los pseudo-locos dejaron de simular esas alucinaciones y empezaron a comportarse con normalidad, indicándoselo al personal psiquiátrico.
Nadie les creyó. Bueno, para ser más exactos, numerosos enfermos mentales de los centros sí que percibieron la cordura de los impostores y comentaban que los pacientes falsos estaban infiltrados y que eran periodistas o investigadores, ya que los voluntarios de Rosenhan iban con una libreta y apuntaban notas en ella durante su internamiento. Esta práctica, sin embargo, era considerada patológica para los enfermeros y cuidadores. Curioso, ¿no?
Es más, en ningún caso los voluntarios del experimento recibieron el alta y, de hecho, para salir de los hospitales tuvieron que firmar un reconocimiento de su enfermedad mental y comprometerse a medicarse con antipsicóticos. Algunos de los participantes estuvieron dos meses recluidos, a pesar de su “mejora”, aunque la media fue de unas tres semanas.
“Les dije a mis amigos, a mi familia: ‘Saldré de allí cuando tenga que salir, eso es todo. Estaré allí un par de días y luego saldré’. ¡Nadie tenía ni idea de que pasaría dos meses allí! El único modo de salir era aceptar que tenían razón. ‘Dicen que estoy loco, pues lo estoy, pero estoy mejorando’. Era una afirmación de la imagen que ellos tenían de mí”, comentó el propio Rosenhan sobre su proyecto.
Segunda fase: la prueba, a prueba.
Rosenham |
Pero el escarmiento no quedó ahí. Un hospital universitario del país, incrédulo ante la mala praxis de sus compañeros, pidió a Rosenham que enviara pacientes sanos de incógnito para descubrirlos.
Hospitales psiquiátricos
Cuál fue la sorpresa cuando la dirección de este centro aseguró que había detectado a 41 pseudopacientes, 19 de ellos con la sospecha de al menos dos trabajadores, entre las casi 200 personas que atendió el centro en los tres meses siguientes.
El chasco es que Rosenham no había mandado a nadie al hospital. ¡Ups! ¿La sugestión no les permitió hacer bien su trabajo? Eso parece. Locos que no lo están y cuerdos que no existen.
Las consecuencias
Este comportamiento, para Rosenham, puso de manifiesto que la enfermedad mental no se concibe en la psiquiatría como una enfermedad curable, sino un estigma que persigue a los pacientes durante el resto de su vida.
El psicólogo también criticó el trato deshumanizado ofrecido a los pacientes, con unos pocos minutos de atención diaria, y la falta de escepticismo mostrada por el personal.
Obviamente, sus conclusiones fueron como una bomba en el mundo de la Psiquiatría y, superada la polémica, el experimento Rosenham permitió el cambio de los manuales de diagnóstico psiquiátrico y la relación médico-paciente, impulsando el movimiento de la llamada antipsiquiatría y la desinstitucionalización del tratamiento de los enfermos mentales.
El experimento Rosenhan