En 1950 ocurrió en Bélgica uno de los caso más sorprendentes e increíbles de la historia del ferrocarril. Por aquella época los trenes eran conducidos manualmente, ya que la electrónica no había hecho aun su aparición, con lo cual tenían que ser conducidos por maquinistas. Uno de esos maquinistas era Gaston Meyer. Un hombre de 30 años, sano y buen profesional.
Meyer era el maquinista titular del tren de las 8:10 y que estaba compuesto por cuatro vagones arrastrados por una máquina de vapor. Dicho tren recorría diariamente una distancia de 15 millas, con media hora de duración entre Antwerp y Bruselas.
Meyer llegó como cualquier mañana a la estación, a eso de las 6:30 h, para prepararlo todo antes de emprender el viaje. El joven maquinista no se encontraba bien y enseguida se lo notaron algunos de sus compañeros.
Jacques Lynden, de 41 años, revisor y compañero de Meyer, le aconsejó a éste que se lo comunicara al superintendente de operaciones para que le sustituyeran. Lynden obtuvo una respuesta negativa por parte de Meyer y el enfermo maquinista se dispuso a tomar los mandos de la máquina.
Comienza el viaje
A las 7:45, Meyer sube a la cabina del tren y lo lleva hasta la vía Nº 5. A bordo empiezan a subirse los viajeros y un minuto mas tarde de la hora establecida, el tren con destino a Bruselas inicia su viaje desde la estación de Antwerp.
El recorrido de dicho tren hasta la capital belga aunque era corto, constituía una serie de detalles que lo hacían especial en cuanto a su trayecto. Dicha travesía estaba marcada por las paradas que tenía que hacer en varias estaciones antes de llegar a Bruselas. También tenia en su camino varios pasos a nivel y debía de hacer en algunos tramos indicaciones acústicas.
Cuando apenas llevaba unos metros recorridos, los viajeros notaron un cambio brusco de velocidad, una soberbia deceleración, para proseguir a continuación a su velocidad normal.
Nada fuera de lo normal
El tren llegó como de costumbre a la primera parada, en Blanchefleur. Allí se subieron y bajaron pasajeros como habitualmente y todo parecía normal. Un empleado del andén pasó frente a la locomotora y vio al maquinista con la cabeza baja, detalle que no le echó la más mínima importancia al suponerse que estaba así por que se encontraba buscando algo. Todo era normal. Todo iba como de costumbre e inclusivo ni el revisor que iba a bordo del tren apreciaba nada raro. En definitiva, un viaje como otro cualquiera.
Un tren sin conductor
El tren de las 8:10 proseguía su recorrido habitual. Nadie notaba nada raro. Pero el tren llega a una parte del recorrido con mucha dificultad. Maurice Tancre, vigilante ferroviario, colocó unas series de señales luminosas con la intención de que el tren aminorara su marcha debido a la peligrosidad de ese tramo. En efecto, el tren con destino a Bruselas a su paso por aquel punto, aminoró su marcha.
Pasó con total cautela por aquella zona dificultosa. Pero a su paso por delante del vigilante Tancre, éste vio algo que no lo olvidaría jamás: ¡No había nadie en la cabina de la locomotora!. Aquella vieja máquina de vapor se desplazaba sola y con una conducta totalmente inteligente, ¿pero quien la llevaba?
Se da la alarma
Maurice Tancre nada más percatarse dio parte al siguiente punto de vigilancia. Allí recibió la noticia M. Leblanc, también vigilante ferroviario, con total incredulidad, y nada más oír aquello se puso manos a la obra para intentar detener al ferrocarril a su paso por su puesto de vigilancia. Para ello dispuso una serie de señales luminosas con la clara intención de parar aquel tren. Sin embargo la máquina a su paso por aquel puesto no se detuvo, y Leblanc se dio cuenta que, efectivamente, aquella locomotora iba sin conductor.
Leblanc se puso en contacto inmediatamente con la estación de Vermeylen, penúltima parada antes de llegar a Bruselas, para informar de lo sucedido. En Vermeylen, viendo la gravedad del asunto, colocaron señales de parada inmediata. A los pocos minutos la silueta del misterioso tren hacia su aparición a la lejanía. La máquina se acercaba, pero aminorando su marcha a medida que se acercaba, en una conducta totalmente inteligente ante la presencia de aquellas señales. El convoy se detuvo en la vía muerta.
Rápidamente Leon Vreven, jefe de estación de Vermeylen, se dirigió hacia la cabina del tren, subió, abrió la puerta y allí estaba Gaston Meyer sobre el cuadro de mandos. Estaba muerto. Las investigaciones sobre la muerte del maquinista no tenían lógica ninguna e incluso el juez, la policía o el forense que hizo la auptosia a Meyer no encontraban niguna explicación a lo sucedido. Las conclusiones del forense fueron bastante claras: “ Este hombre no pudo haber llevado el tren desde Antwerp hasta Vermeylen, por que lleva muerto más de media hora”. Posteriormente la auptosia confirmó las palabras del médico forense. Fue el 3 de septiembre de 1950. Ese día el tren de las 8:10, fue conducido por un maquinista… muerto
Meyer era el maquinista titular del tren de las 8:10 y que estaba compuesto por cuatro vagones arrastrados por una máquina de vapor. Dicho tren recorría diariamente una distancia de 15 millas, con media hora de duración entre Antwerp y Bruselas.
Meyer llegó como cualquier mañana a la estación, a eso de las 6:30 h, para prepararlo todo antes de emprender el viaje. El joven maquinista no se encontraba bien y enseguida se lo notaron algunos de sus compañeros.
Jacques Lynden, de 41 años, revisor y compañero de Meyer, le aconsejó a éste que se lo comunicara al superintendente de operaciones para que le sustituyeran. Lynden obtuvo una respuesta negativa por parte de Meyer y el enfermo maquinista se dispuso a tomar los mandos de la máquina.
Comienza el viaje
A las 7:45, Meyer sube a la cabina del tren y lo lleva hasta la vía Nº 5. A bordo empiezan a subirse los viajeros y un minuto mas tarde de la hora establecida, el tren con destino a Bruselas inicia su viaje desde la estación de Antwerp.
El recorrido de dicho tren hasta la capital belga aunque era corto, constituía una serie de detalles que lo hacían especial en cuanto a su trayecto. Dicha travesía estaba marcada por las paradas que tenía que hacer en varias estaciones antes de llegar a Bruselas. También tenia en su camino varios pasos a nivel y debía de hacer en algunos tramos indicaciones acústicas.
Cuando apenas llevaba unos metros recorridos, los viajeros notaron un cambio brusco de velocidad, una soberbia deceleración, para proseguir a continuación a su velocidad normal.
Nada fuera de lo normal
El tren llegó como de costumbre a la primera parada, en Blanchefleur. Allí se subieron y bajaron pasajeros como habitualmente y todo parecía normal. Un empleado del andén pasó frente a la locomotora y vio al maquinista con la cabeza baja, detalle que no le echó la más mínima importancia al suponerse que estaba así por que se encontraba buscando algo. Todo era normal. Todo iba como de costumbre e inclusivo ni el revisor que iba a bordo del tren apreciaba nada raro. En definitiva, un viaje como otro cualquiera.
Un tren sin conductor
El tren de las 8:10 proseguía su recorrido habitual. Nadie notaba nada raro. Pero el tren llega a una parte del recorrido con mucha dificultad. Maurice Tancre, vigilante ferroviario, colocó unas series de señales luminosas con la intención de que el tren aminorara su marcha debido a la peligrosidad de ese tramo. En efecto, el tren con destino a Bruselas a su paso por aquel punto, aminoró su marcha.
Pasó con total cautela por aquella zona dificultosa. Pero a su paso por delante del vigilante Tancre, éste vio algo que no lo olvidaría jamás: ¡No había nadie en la cabina de la locomotora!. Aquella vieja máquina de vapor se desplazaba sola y con una conducta totalmente inteligente, ¿pero quien la llevaba?
Se da la alarma
Maurice Tancre nada más percatarse dio parte al siguiente punto de vigilancia. Allí recibió la noticia M. Leblanc, también vigilante ferroviario, con total incredulidad, y nada más oír aquello se puso manos a la obra para intentar detener al ferrocarril a su paso por su puesto de vigilancia. Para ello dispuso una serie de señales luminosas con la clara intención de parar aquel tren. Sin embargo la máquina a su paso por aquel puesto no se detuvo, y Leblanc se dio cuenta que, efectivamente, aquella locomotora iba sin conductor.
Leblanc se puso en contacto inmediatamente con la estación de Vermeylen, penúltima parada antes de llegar a Bruselas, para informar de lo sucedido. En Vermeylen, viendo la gravedad del asunto, colocaron señales de parada inmediata. A los pocos minutos la silueta del misterioso tren hacia su aparición a la lejanía. La máquina se acercaba, pero aminorando su marcha a medida que se acercaba, en una conducta totalmente inteligente ante la presencia de aquellas señales. El convoy se detuvo en la vía muerta.
Rápidamente Leon Vreven, jefe de estación de Vermeylen, se dirigió hacia la cabina del tren, subió, abrió la puerta y allí estaba Gaston Meyer sobre el cuadro de mandos. Estaba muerto. Las investigaciones sobre la muerte del maquinista no tenían lógica ninguna e incluso el juez, la policía o el forense que hizo la auptosia a Meyer no encontraban niguna explicación a lo sucedido. Las conclusiones del forense fueron bastante claras: “ Este hombre no pudo haber llevado el tren desde Antwerp hasta Vermeylen, por que lleva muerto más de media hora”. Posteriormente la auptosia confirmó las palabras del médico forense. Fue el 3 de septiembre de 1950. Ese día el tren de las 8:10, fue conducido por un maquinista… muerto
El tren que se condujo solo