La noche del 9 al 10 de julio de 1976, un grupo de muchachos aficionados a la fotografía acordaron viajar al chalet que poseía uno de ellos en las proximidades de la localidad malagueña de Fuengirola. Llegaron al chalet alrededor de la una de la noche. Una noche estival, tranquila. El objetivo del viaje era probar diversas máquinas de fotografías y pasar unos días en la playa. Mientras se acomodaban en la vivienda, uno de ellos (según relata Manuel Linares a Miguel Peyró, Emilio Linares, Inés Pérez, Ignacio Benvenuty, Ricardo Lineros y Manuel G. Ontiveros, todos ellos perteneciente a la CIEFE) dijo que, en aquel lugar, según decía la gente, hacía dos o tres meses que habían visto un platillo volante, que cruzó el cielo como una mancha luminosa. Nadie le tomó en serio. Sin embargo...
Al poco rato de empezar a hacer fotografías en el interior del chalet, comenzaron a oír una respiración honda y fuerte, como si un animal extraño estuviese jadeando en el interior de la vivienda. Los cinco muchachos salieron al exterior con más curiosidad que miedo, pensando en que podría ser una broma o la posibilidad de que algún descuidero aprovechara la soledad de la noche –el chalet no está habitualmente habitado- para robar. Armados con hachas y machetes encendieron unas linternas y se dispusieron a echar un vistazo por los alrededores a fin de tratar de descubrir de dónde provenían aquellos extraños jadeos que habían oído en el silencio de la noche. Nada más encender las linternas, la respiración se calló. El silencio se hizo más silencio. Parecía que el presunto animal, o lo que fuera, se había evaporado.
A las cinco de la mañana, Manuel Linares se despertó como consecuencia de unos extraños ruidos. Alertó a sus amigos y todos pudieron constatar cómo la respiración jadeante se oía de nuevo y estaba acompañada de un silbido muy fuerte, como cuando un coche frena sobre el asfalto.
Tres de ellos salieron corriendo y se dirigieron a un corredor que al final tiene una ventana que da, precisamente, hacia el lugar de donde provenían los jadeos. Se acercaron agachados, temiendo descubrirse ante el extraño visitante. Cuando llegaron a la ventana pudieron observar de dónde provenían los jadeos tan fuertes que habían oído. Y se les heló la sangre.
Allí, junto a un árbol, había una especie de hombre muy alto, más alto que el mismo árbol, con dos focos de luz muy brillantes a la altura de los ojos. Los contornos restantes de la figura se diluían en la penumbra y desde los ojos par abajo parecía estar envuelto en una manta negra.
La reacción -tras unos momentos de auténtico pánico- fue ir a buscar de nuevo los machetes para defenderse de una posible agresión del extraño sujeto que visitaba aquella madrugada el chalet. Al salir de la vivienda, la figura había desaparecido o se había ocultado. Sólo quedaba como posible pista que la temperatura se elevó considerablemente y el ambiente se llenó de un fuerte olor a azufre. Manuel Linares marchó a su habitación y desde allí observó algo todavía más extraño...
-Vi pasar por la entrada una sombra, ni muy despacio, ni muy rápida; encendí la luz, traté de esconderme. La sombra –se oían unos ruidos como de respiración muy fuerte- pasó de largo.
Manuel Linares y sus compañeros se refugiaron en la vivienda sin atreverse ya a salir más. Al poco tiempo, un nuevo ruido llega a sus oídos. Unas extrañas pisadas se sentían en la azotea. De pronto, “alguien” comenzó a aporrear las ventanas y puertas como si quisieran entrar en la vivienda. El pánico de los habitantes del chalet se hizo terror. Nadie pudo explicar lo que sintió en esos momentos. Al poco rato dejaron de oírse golpes y ya no volvió a tenerse rastro del “visitante”. Inmediatamente volvieron a Sevilla. La larga noche había terminado. Tan sólo unos hechos guardan ciertas concomitancias con el narrado por los cinco jóvenes: En esa zona, un año o poco menos antes de que se produjera la noche más larga, se dieron una serie de sucesos que no tuvieron nunca la mínima explicación: Muchos animales aparecieron muertos en pocos días y de distintas especies sin causa natural alguna que lo justificase...
El humanoide de Fuengirola