miércoles, 19 de febrero de 2014

James Sevigny, un estudiante universitario de veintiocho años de edad, originario de Hannover, New Hampshire, y su amigo Richard Whitmire se dispusieron a subir Deltaform, una montaña en las Montañas Rocosas canadienses, cerca de Lake Louise, Alberta.

Subieron un barranco de hielo, o canaleta, a la luz brillante del día a finales de invierno, el 1 de abril de 1983, con la cuerda y los crampones  en su ascenso. Whitmire, de treinta y tres años de Bellingham, Washington, fue a la cabeza y se encontró en uno de los cortes de la montaña un poco de hielo suelto. Gritó una advertencia de :”¡ hielo que cae!”

Un tremendo rugido rompió el silencio y la luz brillante fue consumida por la oscuridad instantánea. Una avalancha barrió a los dos hombres cerca de la cima de Deltaform. Sevigny estaba inconsciente casi desde el momento en que la avalancha le alcanzó. Sevigny volvió en sí una hora después. Estaba herido gravemente. Su espalda se había roto por dos sitios, tenía un brazo fracturado y en el otro se había cortado los nervios a la altura del omóplato y colgaba lánguidamente a su lado. Se había roto las costillas, rotura de ligamentos en ambas rodillas, sufrió una hemorragia interna, y su nariz y dientes estaban destrozados. Tardó bastante tiempo en reconocer la montaña, pero poco a poco Sevigny recordó la subida, y se puso medio incorporó para buscar a su amigo. Whitmire estaba cerca, y viendo su cuerpo deforme, era evidente que estaba muerto.

Sevigny se recostó junto a él, seguro de que pronto le seguiría: ” Pensé que si me quedaba dormido, sería la forma más fácil de irme.” Se quedó allí durante unos veinte minutos. El dolor fue reemplazado gradualmente por la sensación de calor provocado por el shock y la hipotermia, y comenzó a dormitar. Se dio cuenta de que no había abismo que separara la vida y la muerte, sino más bien una línea muy fina, y en ese momento, Sevigny pensó que sería más fácil cruzar esa línea que seguir luchando.

Entonces sintió una repentina y extraña sensación,  de un ser invisible muy cerca: “Fue algo que no podía ver, pero era una presencia física”. La presencia se comunicó mentalmente, y su mensaje fue claro: “. No se puede renunciar, hay que intentarlo”. La presencia instó a Sevigny a levantarse. Se le dispensan consejos prácticos, como por ejemplo, seguir la sangre que goteaba de la punta de la nariz,  como si fuera una flecha que señalara el camino. Mientras caminaba, siguió rompiendo la corteza de la nieve, y era casi incapaz de tirar de sus pies de nuevo a causa de sus heridas. Parte del tiempo se arrastraba.



La presencia, que se situó detrás de su hombro derecho, le imploró a continuar aun cuando la lucha por la supervivencia parecía insostenible. Y cuando se quedó en silencio, aún Sevigny sabía que su compañero estaba cerca.

Cuando llegó al campamento, Sevigny no podía meterse en su saco de dormir, porque sus heridas eran demasiado graves, y no podía comer porque tenía los dientes rotos y su rostro estaba hinchado. Ni siquiera podía encender la estufa. Se sentó y, desde la posición del sol, se dio cuenta que era tarde. Creía que en un par de horas ya estaría muerto, después de todo.

Entonces, le pareció oír algunas voces y pidió ayuda. Fue en ese momento cuando sintió que la presencia se marchaba.  De hecho, la presencia se había ido porque sabía que estaba a salvo. Allan Derbyshire, que se encontraba en una fiesta con otros dos esquiadores a campo traviesa, oyó un débil grito: “Ayuda que he estado en una avalancha!” Si no hubiera llegado hasta el campamento gracias a la ayuda de ese compañero fantasma, Sevigny habría muerto, ya que no había otros esquiadores o escaladores de la zona.

Ernest Shackleton
En enero de 1915, Ernest Shackleton realizaba una expedición cruzando la Antártida, cuando su barco el Endurance, queda atrapado por el hielo. Los deseos de salvar a su tripulación, le llevaron a comenzar una larga travesía a pie en la que puso en juego su vida y la de otros dos acompañantes voluntarios que fueron con él.

Después de navegar por mares peligrosos y  cruzar los glaciares y  montañas a pie, Shackleton recuerda la sensación de que alguien más estaba entre ellos. Este incidente pudo acabar con el célebre explorador y sus dos compañeros con los cuales cruzó todas las trampas mortales que esconde la Antártida mientras una desconocida entidad, de cuya presencia también se percataron sus dos acompañantes, les alejaba de todos los peligros velando por ellos y dándoles fuerzas para seguir adelante.

Más tarde Shackleton describiría en su libro Sur, su creencia de que un ser incorpóreo se unió a él y a los otros dos durante la última etapa de su viaje. Escribiendo textualmente, “durante ese trasiego y larga marcha de treinta y seis horas sobre las montañas sin nombre y glaciares de Georgia del Sur, me parecía a menudo que éramos cuatro, no tres.”
El factor tercer hombre 1 de 3