Es difícil decir con certeza si ha amanecido ya en Linfen. El reloj
marca las ocho de la mañana y la predicción del tiempo anuncia cielos
despejados, pero una penumbra grisácea y espesa lo envuelve todo. Los
coches que cruzan la avenida principal llevan las luces encendidas y la
falta de visibilidad no permite distinguir edificios situados a 100
metros de distancia. Miles de personas caminan de un lado a otro hacia
sus trabajos con los rostros cubiertos por mascarillas, abriéndose paso a
través de la densa niebla de polución que mantiene la ciudad en
tinieblas.
Si el Sol no se deja ver más de 20 días al año en este valle de la
provincia china de Shanxi, en el corazón minero de China, es debido al
inmenso manto tóxico que se cierne sobre sus habitantes y bloquea los
cielos. La mitad de las fuentes de suministro de agua de la ciudad están
envenenadas, los agricultores se han arruinado porque nadie quiere unas
verduras que se presumen contaminadas y las tiendas de moda han dejado
de vender ropas en colores claros porque, como dice una joven
universitaria frente a un centro comercial, «en cuanto sales a la calle
estás cubierta de polvo negro».
Linfen es una pesadilla medioambiental hecha realidad, la suma de
todas las advertencias que los científicos llevan haciendo sobre el
clima desde hace décadas y ejemplo del futuro que vaticinan los más
pesimistas. La ciudad china es uno de los efectos secundarios de la que
quizá haya sido la mayor transformación económica de la Historia en
menos tiempo. Desde su apertura en 1979, China ha sacado a 400 millones
de sus compatriotas de la miseria, ha logrado crear una pujante clase
media y se ha situado en posición de reclamar su lugar natural dentro de
las potencias internacionales. A cambio, el país ha cometido un suicidio medioambiental.
Dieciocho de las 20 ciudades más contaminadas del planeta están en
China, sus cinco principales ríos están tan envenenados que en algunas
zonas son dañinos incluso al tacto, la mitad de los bosques han
desaparecido desde 1978 y monstruosas ciudades donde el verde no le ha
ganado jamás un pulso al cemento se han impuesto como nuevo modelo
urbano en las zonas industriales. Linfen es sólo una pequeña parte de un desastre ecológico fuera de control.
Peng Xinding es uno de los pacientes que
viven conectados a tanques de oxígeno en la unidad de respiración
asistida del principal hospital de la ciudad. La escasez de medios hace
que los enfermos tengan que turnarse para conectarse a los tres
respiradores disponibles. Los médicos de este centro de salud calculan
que un día respirando el aire de Linfen equivale a fumar 30 cajetillas
de tabaco y aseguran estar desbordados ante la crisis sanitaria que se
les viene encima.
«Este ha dejado de ser un lugar donde los seres
humanos puedan vivir», dice resignado Peng, que como tantos otros
pensionistas de Linfen ha recibido la recomendación médica de no salir
en ningún momento a la calle para evitar el aire.
Lejos quedan los tiempos en los que Peng paseaba bajo cielos azules y
pasaba los domingos pescando en los ríos de su Shanxi natal. El
desarrollo económico chino ha aumentado la demanda de energía y ha
provocado una aceleración de la producción de carbón, que suministra el
70% de la energía nacional. Shanxi, una de las provincias más
deprimidas, se ha convertido en uno de los vertederos del dióxido de
carbono producido por las explotaciones mineras y las miles de fábricas
que han aprovechado la falta de controles para desechar residuos
libremente en valles, ríos y descampados. Lo que una vez fue conocido
como el campo de las flores ha pasado a ser «la ciudad más contaminada
del mundo».
Los análisis realizados concluyen que el aire es
aquí más tóxico que en Chernobyl y hasta cuatro veces más perjudicial
que el peor que se pueda respirar en la más contaminada de las ciudades
occidentales.